La frase de Cristina Fernandez era un dechado: “Hace unos instantes estuve con Monsanto (sic) que nos anunció una inversión muy importante en materia de maíz y además estaban muy contentos porque la Argentina está a la vanguardia en materia de eventos biotecnológicos, en repatriación de científicos y fundamentalmente también en respeto a las patentes. Como ahora nosotros hemos logrado patentes propias nos hemos convertido también en defensores de las patentes”. Dijo, con esa cara de falsa ingenua que le queda tan rara, y enarboló un folleto. Cristina Fernández estaba en un sitio peligroso: es una tradición que los presidentes argentinos, cuando comparecen en el Club de las Américas de Nueva York, hablen de más. Se ve que los anima el público de grandes empresarios americanos –en este caso, entre otros, representantes de JPMorgan, Barrick Gold, Ford, Fox, IBM, Cargill, Walmart, DirecTV, Procter & Gamble, Pfizer, Monsanto, Microsoft– y se sueltan, y después a veces se arrepienten.
Nadie sabe si la doctora Fernández se arrepintió de definir el oportunismo con esa frase sonriente: “Como ahora nosotros hemos logrado patentes propias nos hemos convertido también en defensores de las patentes”. Después de haber estado, se sobreentiende, muchos años “en contra” de esas mismas patentes. O eso parecía en 2006, cuando Monsanto trababa embargo contra barcos con granos argentinos en Europa porque el Estado argentino no le dejaba cobrar lo que quería por la patente de uno de sus productos estrella: la semilla de soja RoundUp Ready. La otra es el RoundUp, el herbicida hecho de glifosato que mata todo lo que pulula alrededor salvo esas semillas, genéticamente modificadas para sobrevivir al killer.
(La historia es larga y está bien contada en un artículo de Le Monde Diplomatique. En síntesis: en los noventas, cuando empezó a venderla, Monsanto no patentó la semilla en la Argentina pero, a cambio, recibió del gobierno de Menem la autorización para su uso –lo cual, en países como Brasil, tardó años de pruebas y debates. La RoundUp Ready copó, muy pronto, la gran mayoría de los campos argentinos. Durante diez años Monsanto se dio por satisfecho con sus acuerdos con las productoras que les pagaban un cánon por las semillas y, sobre todo, con las ventas crecientes del Round Up, que completaba el combo. Hasta que decidió que quería cobrar más y empezó su ofensiva política y judicial.) Aquella tarde de junio en Nueva York, Cristina Fernández siguió hablando y explicó los términos de su nueva alianza con Monsanto: la empresa americana tendría una planta productora de semillas de maíz genéticamente modificadas en Malvinas Argentinas, provincia de Córdoba, y un par de proyectos de investigación conjunta con científicos argentinos. Quizá Monsanto quiera hacer ahora aquí lo que suelen hacer las multinacionales químicas: modificar lo suficiente el producto que no patentaron –o cuya patente va a vencer– para patentarlo como si fuera otro, y recaudar.
Cada época tiene sus ogros: Monsanto es uno de los más presentes estos días. Todo empezó hace casi cincuenta años, cuando la empresa fabricaba el “agente naranja”, un defoliante poderoso con que el ejército americano se cargó los bosques y cultivos de Vietnam para tratar de rendir a sus defensores. En esos días, aviones militares derramaban torrentes de veneno sobre el país, medio millón de vietnamitas moría en esos bombardeos, otro medio millón nacía malformado –y Monsanto prosperaba en paz. Pero su verdadero salto a la fama llegó un cuarto de siglo después.
En los noventas empezaron a convertirse en lo que son ahora: una empresa multinacional que estableció la propiedad privada de la reproducción natural.
Con sus semillas de plantas que no dan semillas...
Monsanto controla el mercado mundial de semillas transgénicas y, a través de eso, se acerca cada vez más a una posesión en la que puede definir quién come, quién no, a qué precios, bajo qué condiciones.
Todo tan claro que Eduardo Galeano solía llamarla “la serial killer multinacional”. Tan claro que, hace menos de un año, Carta Abierta decía en una carta abierta que “el gran capitalismo agropecuario tiene su mirada en la Bolsa de Chicago, en las operaciones políticas de gran escala, en los secretos de los gabinetes químicos que perfeccionan la semilla transgénica, nuevo padrenuestro de una teología que sin tener santidad tiene a Monsanto, mientras empresarios voraces, pioneros cautivos de un clima de mercantilización de todas las relaciones humanas, se comportan como forajidos de frontera, escapados de otra época, pero tiñendo de una agria tintura este momento histórico que aunque les es heterogéneo, caen en la incongruencia de querer apropiarlo”.
Tan claro que hace tres años, un día en que el señor Verbitsky, falto quizá de nada más excitante, decidió tirarle un par de prontuarios por la cabeza al tornadizo Felipe Solá, escribió uno de sus artículos acusándolo de haber “trabajado para Monsanto”. Hasta que Cristina Fernández mostró su alborozo y su cariño por su nuevo socio, y ninguno de ellos dijo esta boca es suya –señora presidenta. Pero, más allá de los vaivenes clásicos, más acá de sus nuevos amores, Monsanto va a seguir planteando sus dos problemas principales:
Uno, son sus efectos sanitarios y ecológicos. El maíz transgénico, por ejemplo, que van a fabricar en Córdoba está prohibido en Francia por contaminante; el gobierno francés –del liberal Nicolas Sarkozy– pidió en febrero último a la Unión Europea que lo prohiba en todo su territorio.
Otro, aquí, la mayoría de los productores dicen que no saben qué puede quedar de sus tierras después de unos años de semillas transgénicas –pero que la ganancia es tan grande que las siguen usando. Aunque varios me dijeron, últimamente, que trataban de hacerlo en tierras arrendadas: ajenas.Que rebosan de RoundUp.
Monsanto solía presentarlo como biodegradable hasta que tribunales franceses y americanos los condenaron por publicidad engañosa.
En realidad es biodegradante: degrada toda la vida que hay alrededor y, por eso solo se pueden plantar las semillas de Monsanto, que lo sobreviven.
Pero no las personas: el mes pasado, precisamente en Córdoba, empezó el primer juicio oral y público por un caso de envenenamiento por fumigación con glifosato.
Los acusados –faltaba más– no son los inventores del tóxico sino los aviadores que lo fumigaron ...
Pero la historia es siniestra:
En un suburbio cordobés muy expuesto a las fumigaciones, hay casi 200 cancerosos sobre 5000 habitantes, un bebé nacido sin riñones– y la historia fue bien contada por Página12, cuando todavía hablaba del asunto, antes de que Monsanto se convirtiera en "un nuevo inversor". Monsanto seguirá envenenando –como decía Galeano– a los campos y a los campesinos argentinos; ahora, con el apoyo del Estado.
Pero esto es pura coherencia: después de todo, este gobierno nunca simuló preocuparse por la salud pública. En cambio, sí hizo de la “lucha contra los monopolios” una de sus banderas más flameadas.
Decíamos: Monsanto es, ahora mismo, el nombre global del monopolio despiadado. Lo cuentan muchos y, entre ellos, Marie-Monique Robin –la periodista francesa que consiguió que generales argentinos hablaran en cámara de sus torturas y asesinatos– en una película que vale la pena mirar. Porque el 87 por ciento de las plantaciones de semillas transgénicas –algodón, maíz, soja– del mundo usan sus semillas; esto es: la enorme mayoría de las plantaciones del mundo engordan a Monsanto. La noticia de que el gobierno nacional y popular está encantado de hacer negocios con semejante emblema ya tiene un mes; podría haber provocado incomodidades, molestias, escozores... pero no se vieron.
Olvidemos que Monsanto es uno de los principales responsables del hambre de millones de personas a las que dejaron sin tierras o sin semillas, porque a nosotros no nos importa el hambre de los indios o los somalíes y, de últimas, nuestra prosperidad viene de sus penurias: ellos se hunden con los aumentos de precio de los granos que a nosotros nos salvan.
Y olvidemos los efectos que está teniendo sobre la estructura social y económica de la Argentina el imperio de la soja transgénica ...
La concentración de las explotaciones agrarias, la expulsión de los pequeños campesinos, la transformación de regiones enteras en desiertos verdes, la probable esterilización de los suelos de buena parte del país– porque, en última instancia, nada de eso va a influir en las elecciones del año que viene sino en las vidas de las próximas generaciones de Argentinos.
Pero, aún así, es curioso que la llegada de Monsanto se discuta tan poco.
Y creo que no se discute porque los fieles seguidores del gobierno no suelen discutir sus medidas, y lo que nos hemos acostumbrado a llamar “la oposición” –que podría hacerlo– sigue controlada por la derecha. Lo cual le sirve a la derecha y al gobierno: a la derecha para dejar claro que lo que debe suceder tras el fracaso de este gobierno es el retorno de su gente; al gobierno para evitar que le critiquen renuncios como éstos –porque es obvio que ni Clarín, ni La Nación, ni Macri, ni Scioli, aliados naturales de los grandes monopolios, van a hacerlo.
Para eso, en síntesis, sirve la crispación, la división actual de la política argentina: para que dos fracciones del mercado distraigan con ladridos mientras siguen adelante con “un capitalismo en serio”: mientras siguen cuidando los negocios de la Barrick, Walmart, Proctor & Gamble, Cargill.
Para que siga funcionando la agrupación que realmente importa: la unidad de negocios que algunos llaman La Monsanto.
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